sábado, 31 de enero de 2009

BOS TAURUS PRIMIGENIUS

En las cavernas del norte español, de la Aquitania francesa y en el arte cuaternario de Cantabria se conservan los trazos de bien armados toros. Un mágico intento de cazar animales a través de la pintura; un modo mágico de aumentar su producción y mutiplicación, pero, sobre todo, pruebas palpables de la existencia prehístórica del bravío animal y de que ya era cazado.
Precisamente, en la Edad Cuaternaria, los hielos de la última glaciación empujaron hacia el templado sur a muchas especies animales que alcanzaron la zona cántábra. Junto a los rebaños de renos, el elefante lanudo de grandes colmillos retorcidos, el rinoceronte de tabicada nariz, los caballos y las cabras silvestres, el gran oso, el león y la hiena de las cavernas llegaron los bisontes, los toros salvajes que constituyeron el origen del toro bravo español.
Los dibujos de bóvidos en grutas y abrigos se encuentran, por ello, distribuidos por toda Iberia, destacando los de Asturias (Peña de Candamo, Buxu, Loja, Pindal, Tito Bustillo), Santander (Altamira, Pasiega, Castillo, Covalanas y Hornos de la Peña), Vizcaya (Basondo, Santimamiñe y San Martín), Guipúzcoa (Altxerri y Cestona), Soria (Balonsadero), Cuenca (Peña del Escrito, Rambla del Enear y Marmalo), Teruel (Prado del Navazo y Callejón del Plou), Lleida (Cogul), Tarragona (Montsía y Valltorta), Castellón (Remigia), Albacete (Minateda y Venado), Murcia (Cantos de Arabí y La Pileta) y Cádiz (El Arco).

Las pinturas rupestres demuestran que el toro ya existía en España antes de la llegada de los celtas. El uro. Son pruebas de un antiquísimo culto del toro, como demuestran los testimonios de Diodoro. La figura del toro salvaje se representa de forma naturalista: marcada corpulencia y fuerza, en especial los cuernos. A veces, el hombre se encuentra junto a él como cazador. En algunos lugares, se produce una antropomorfización del toro, pero en Iberia su figura está ligada a la magia del mundo vegetal, del animal o del humano. De un ser ligado a la tierra, sobre la que se yergue su figura benéfica, presente en el mundo humano como amigo aristocrático y familiar, cuyo máximo prestigio nace de su poder generativo. El arte rupestre se complementa, además, con el hallazgo de monumentos arqueológicos referentes a la existencia del toro y a su condición de protagonista en lo que, luego, fue un espectáculo de masas. Ejemplo de ello son la Piedra de Clunia (estela taurina donde un toro acomete a un hombre armado con un escudo y una espada), el Vaso Historiado de Liria (en el que, dos o tres siglos antes de Cristo un cornalón se enfrenta a dos cazadores con sendas mazas) o los conocidos Toros de Guisando.
Los fósiles y los restos prehistóricos también evidencian la presencia del toro en España miles de años antes de que pudieran traerlo celtas, por el norte; griegos, por el este; y africanos, por el sur. Así sucede en la santanderina cueva de Pando, los yacimientos del Pisuerga y del madrileño valle del Manzanares, lugar al que acudían las reses a beber y donde serían cazados y descuartizados por el hombre.
Los terrenos cuaternarios cuentan con fosilizados restos del uro, la forma primitiva del bóvido actual. Este toro salvaje del neolítico está considerado como el único ascendiente de todas las razas actuales y habitaba las tierras de Iberia e Inglaterra, desde el oeste de Europa hasta China. En unos y otros sitios, sería domesticado para obtener carne, leche, pieles y fuerza para el trabajo, motivo suficiente para lidiarlos. Por ello, la caza se convirtió en un combate donde la bravura y la nobleza de la bestia, la ciega acometividad para la pronta embestida y la ausencia de malicia y astucia para no ser engañado sugirió al hombre la idea de sortear al animal hasta dominarlo y vencerlo.
El toro primigenio fue un animal feroz que los alemanes llaman auerochs y los germanos y celtas debieron conocer por la similar voz de auroch (de aur, salvaje; y och, toro). Esta, en latín, sonaba como el vocablo urus, que Julio César introdujo en su idioma y correspondía a un cuadrúpedo enorme y muy peligroso. Debió ser, en cualquier caso, muy distinto de aquéllos cuya cruz se alzaba a casi dos metros de altura. Mas, aún así, gozaría de dos largos cuernos y de pelo negro en los adultos, castaño oscuro a veces, con un listón blanco en el espinazo, y más claro en terneras y becerros.
El uro habitó los bosques de la Europa central y nórdica, hasta que desapareció como especie durante la Baja Edad Media. No obstante, perduraba al principio del siglo XV en los bosques lituanos, cerca de Prusia, y, aún dos siglos después, en el bosque polaco de Jaktorowka, al suroeste de Varsovia. Incluso, representaciones de este bos primigenius se han encontrado entre los ríos Tigris y Eufrates.

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