Precisamente, en la Edad Cuaternaria, los hielos de la última glaciación empujaron hacia el templado sur a muchas especies animales que alcanzaron la zona cántábra. Junto a los rebaños de renos, el elefante lanudo de grandes colmillos retorcidos, el rinoceronte de tabicada nariz, los caballos y las cabras silvestres, el gran oso, el león y la hiena de las cavernas llegaron los bisontes, los toros salvajes que constituyeron el origen del toro bravo español.
Los dibujos de bóvidos en grutas y abrigos se encuentran, por ello, distribuidos por toda Iberia, destacando los de Asturias (Peña de Candamo, Buxu, Loja, Pindal, Tito Bustillo), Santander (Altamira, Pasiega, Castillo, Covalanas y Hornos de la Peña), Vizcaya (Basondo, Santimamiñe y San Martín), Guipúzcoa (Altxerri y Cestona), Soria (Balonsadero), Cuenca (Peña del Escrito, Rambla del Enear y Marmalo), Teruel (Prado del Navazo y Callejón del Plou), Lleida (Cogul), Tarragona (Montsía y Valltorta), Castellón (Remigia), Albacete (Minateda y Venado), Murcia (Cantos de Arabí y La Pileta) y Cádiz (El Arco).

Los fósiles y los restos prehistóricos también evidencian la presencia del toro en España miles de años antes de que pudieran traerlo celtas, por el norte; griegos, por el este; y africanos, por el sur. Así sucede en la santanderina cueva de Pando, los yacimientos del Pisuerga y del madrileño valle del Manzanares, lugar al que acudían las reses a beber y donde serían cazados y descuartizados por el hombre.
Los terrenos cuaternarios cuentan con fosilizados restos del uro, la forma primitiva del bóvido actual. Este toro salvaje del neolítico está considerado como el único ascendiente de todas las razas actuales y habitaba las tierras de Iberia e Inglaterra, desde el oeste de Europa hasta China. En unos y otros sitios, sería domesticado para obtener carne, leche, pieles y fuerza para el trabajo, motivo suficiente para lidiarlos. Por ello, la caza se convirtió en un combate donde la bravura y la nobleza de la bestia, la ciega acometividad para la pronta embestida y la ausencia de malicia y astucia para no ser engañado sugirió al hombre la idea de sortear al animal hasta dominarlo y vencerlo.
El toro primigenio fue un animal feroz que los alemanes llaman auerochs y los germanos y celtas debieron conocer por la similar voz de auroch (de aur, salvaje; y och, toro). Esta, en latín, sonaba como el vocablo urus, que Julio César introdujo en su idioma y correspondía a un cuadrúpedo enorme y muy peligroso. Debió ser, en cualquier caso, muy distinto de aquéllos cuya cruz se alzaba a casi dos metros de altura. Mas, aún así, gozaría de dos largos cuernos y de pelo negro en los adultos, castaño oscuro a veces, con un listón blanco en el espinazo, y más claro en terneras y becerros.
El uro habitó los bosques de la Europa central y nórdica, hasta que desapareció como especie durante la Baja Edad Media. No obstante, perduraba al principio del siglo XV en los bosques lituanos, cerca de Prusia, y, aún dos siglos después, en el bosque polaco de Jaktorowka, al suroeste de Varsovia. Incluso, representaciones de este bos primigenius se han encontrado entre los ríos Tigris y Eufrates.
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